El hiperacoplamiento estético comunitario en la danza de El Visitador

Alma Gabriela Valdez Martínez

Las presentes líneas son el camino que he recorrido durante catorce años de investigación. En él, la comunidad El Visitador, y especialmente la familia
Reséndez, me han compartido su compañía, su plática, su comida, su fiesta y sobre todo su danza. El resultado obtenido de mis indagaciones es una serie de interrogantes, en las que, al esbozar una respuesta, surgen nuevos caminos de investigación como consecuencia de la riqueza coreográfica, histórica y cultural que encierra esta danza de matlachines del estado de Zacatecas.

Así pues, a lo largo de las siguientes páginas me remitiré a aquellas entrevistas y pláticas informales que he sostenido con la familia y con los danzantes; por ende, habrá momentos en los que haré remembranza de los mismos decires de ellos, en sus formas naturales de expresión.

Además, en este artículo, me enfocaré en construir el concepto de “hiperacoplamiento estético comunitario” desde la perspectiva del teórico chileno Humberto Maturana. Sin embargo, y sin miras a menospreciar el trabajo de aquellos que sólo desde la palabra concentran el saber del cuerpo (aunque yo misma me asuma como investigadora y haga uso de la teoría para escribir las páginas siguientes), enfatizo que mis planteamientos se suscitaron principalmente gracias a la propia experiencia de practicar la danza. Fue gracias a ello que, tras más de una década de observación, comprendí las minucias de aquella memoria corpórea depositada en la danza de El Visitador.

Hago hincapié en esto, previo a entrar directo al tema que finalmente protagonizará este escrito, porque el compendio de Bailar fuera del teatro no sólo expande la mirada hacia los espacios no hegemónicos de la danza escénica, sino que también da paso a propuestas de escrituras que buscan corporeizar la palabra, que se dialogan y se teorizan desde y para la danza. Los que compartimos este encuentro digital, académico y dancístico partimos de una reflexión invariablemente presente, a propósito o inconscientemente, en la que lo corporal tiene protagonismo y vida propia, porque es reflejo de hacer danza como parte de nuestra formación.


La fiesta, la Virgen y la danza en la comunidad El Visitador

Localizada en el estado de Zacatecas, García de la Cadena es el nombre oficial de una localidad mejor conocida como rancho El Visitador. Para acceder a ella es preciso llegar en auto desde la capital o esperar el camión de las 4:30 p.m. Entonces, un camino de carretera te aleja del centro, con fondos áridos y cielos azules, adentrándote en lo que una vez fue territorio chichimeca, es decir, extensiones habitadas por grupos de recolectores y cazadores, pero también por grupos agrícolas sedentarios, antes de la conquista española, la cual diezmó a la población y combatió con afanes de erradicación a los pueblos originales.

No obstante, existe una identidad subyacente en el danzante matlachín de esta zona, como un ente que se encuentra ahí, en una imagen mental; que se siente, que se observa en las pisadas, en las formas de mover el cuerpo, en su intencionalidad; que se sabe presente pero que no se palpa, se percibe; no se puede tocar ni dibujar y, sin embargo, existe. Incluso habiéndose configurado con el paso del tiempo como danzas que hoy en día son practicadas por pueblos mestizos, puedo concluir como investigadora que el pasado chichimeca vive en las figuras coreográficas de la danza de El Visitador. 

Aún hay que desarrollar un recuento de los factores culturales y sociales que construyen esta identidad del chichimeca moderno, de los danzantes guadalupanos por excelencia, de los adoradores de la cruz, de los matlachines, para entender cómo se vinculan el pasado y el presente, y cómo a través de estos cuerpos sabios, la ancestralidad ha encontrado los medios para verse reflejada en los ritos modernos de la danza. Pero la identidad chichimeca no forma parte del itinerario de escritura de este ensayo, tan sólo dejo el camino abierto para trazarlo en un futuro.

Si bien mi apremio es plasmar en palabras la imagen del cuerpo del matlachín como repositorio de saberes salvaguardados con el tiempo, por ahora mi ruta se concentra en el hiperacoplamiento estético comunitario, un concepto que surge de la necesidad personal de nombrar un hacer que concentra la memoria colectiva desde el cuerpo, explicado esto a nivel biológico.

La danza de matlachines de El Visitador, que engalana y protagoniza la fiesta del rancho, lleva ya cien años ofrendándose a la Virgen de Guadalupe. Los danzantes se congregan en el atrio al caer la noche del 11 de diciembre y, entre pausas para comer, la música de la banda y la danza, no dejan el espacio hasta que se despiden bailando el Juego de la Cruz el 13 de diciembre, cuando entran hincados a la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe cantándole para decirle adiós. “Las mañanitas” se escuchan en punto de la medianoche del 12 de diciembre y entre flores, aroma a birria, asado de boda, música y cohetes, la comunidad le rinde tributo a su patrona, ataviada con manto y corona de gala para la ocasión.

Cada uno de los días que dura la fiesta, luego de congregarse en el atrio, los danzantes entran a la capilla de uno en uno. Portan su “equipo”, que al caminar va jugando con sus pasos, balanceándose con el peso de los vestidos. Las borlas de estambre acompañan a ese vaivén y el choque de los carrizos va dejando un rastro amable al oído. Así se anuncia la llegada de la danza. Como fervientes guadalupanos van a saludar a su virgencita, se quitan la monterilla y al pie del templo, hincados, se persignan. Inmediatamente después van a saludar a don Tino (don Agustín), jefe de la danza, maestro tamborero y padrino de la mayoría de los danzantes. Le saludan con un beso en el dorso de la mano como muestra de respeto y, una vez concluido el ritual de llegada, se integran a las hileras que componen la disposición coreográfica de la danza: al frente, los capitanes, el primero y el segundo; detrás de ellos, la barriguilla, que no son sino otro par de danzantes. De atrás para delante, la misma disposición: capitanes y barriguilla, y en medio los danzantes. Si la disposición se invirtiera, los capitanes tendrían que ser capaces de dirigir a la danza desde atrás. Por eso son los más sabios en cuestiones del cuerpo quienes obtienen estos lugares; los capitanes son quienes conocen las pisadas, distinguen el ritmo musical y saben guiar. Ya dispuestos en las filas, el apellido común es Reséndez; la mayoría son primos, sobrinos, ahijados. El que no es Reséndez se termina convirtiendo en uno, “se hace de la familia”, dice don Jorge, el capitán.

Con la danza, comienza la magia. Don Gabriel, maestro del violín, afina sus cuerdas y toca apenas un fragmento de la melodía del son que va a soltar. Un breve instante, de apenas unos segundos, y a partir de ello, la danza en su totalidad entra en una perfecta armonía. Se escuchan las primeras notas del violín y uno o dos compases después entra la tambora, haciendo juegos rítmicos que don Tino va variando a lo largo del son, jugando, improvisando, acoplándose con el violín y con los danzantes. Don Jorge, capitán de la danza, lleva las filas, que hacen un registro, un dibujo espacial al inicio de cada son; enseguida viene un paseo, entran en fuente por dentro, regresan por fuera; se ejecuta la primera pisada, repiten el paseo, segunda pisada, repiten el paseo, tercera pisada, último paseo y acaba el son con la señal de don Jorge agitando el guaje e inclinándose hacia delante.

Don Gabriel explica: “Jorge nomás espera a que salga uno y entra luego luego con la segunda pisada o la primera, parejito con violín y tambora”. Es en ese instante —el instante en el que la danza es un todo, músicos, capitán y danzantes— en el que los guajes, el sonido de los carrizos, la percusión de la flecha y el golpe de las pisadas entran en una conversación tan elocuente que los cuerpos reflejan el estilo característico de danzar de El Visitador, un estilo flotadito, cadencioso, balanceado, con suspensiones del cuerpo y caídas repentinas, dotados de un equilibrio perfecto.

A diferencia de otras danzas de matlachines en las que los capitanes ejecutan la primera pisada para que sus danzantes sepan cuál es, en El Visitador todos entran al unísono, danzantes y capitán. Los primeros, que se encuentran viendo hacia afuera de las filas, de espaldas a los capitanes, que están viendo hacia dentro, ni siquiera tienen que voltear para seguirle el paso a don Jorge. El primer aviso del violín y la recurrencia con la que han hecho esas pisadas, adornos y trayectorias espaciales, bastan para que su corporalidad actúe en completa organicidad, como si fuera un asunto tan natural que en el cuerpo parece despertarse una inteligencia propia.

Los danzantes me cuentan que desconocen el nombre de los sones, que cuando don Gabriel toca cada uno de ellos, no saben cuál es éste o aquél. Aun así, esto no impide que se concrete esta conjunción armoniosa entre músicos y danzantes. Incluso cuando don Jorge decide cambiar la pisada o meter un adorno, no hay un solo danzante que entre descoordinado. Relata don Gabriel en una plática que sostuvimos en 2016: “[…] todos, todos parejos, todos parejos. Hubo un señor que un día me dijo, ahora que fuimos a bailar ahí a La Bufa, dijo: ‘Pelaos, quién les gana a bailar, ¡no! Parece que anda uno solo y son muchos, porque bailaban lo mismo, igualitos, ‘onde pisaba uno pisaba el otro, ‘onde pisaba el otro, pisaba el otro, igualitos, sin que le falte nada ni que le sobre, todo a nivel’”. Porque la coordinación, en palabras del maestro Gabriel, es “la danza que baile con tambora y violín, ésa es la coordinación”.

Dentro de sus minucias coreográficas, esta danza tiene cualidades muy particulares en el uso del espacio. No sólo son los dibujos que se van trazando en la estructura completa, sino el espacio que habita cada danzante, constantemente yendo y viniendo dentro de su kinesfera. Cuando estás en el ejercicio de la observación, lo que percibes es cómo cada uno de ellos transita dibujado diagonales y vaivenes, y si desenfocas la mirada hacia el todo, observas un ir y venir en uniformidad.


El hiperacoplamiento estético comunitario

Pero ¿cómo se explica este tipo de hacer dancístico, tal magia, tal sintonía, tal inteligencia del cuerpo, tal capacidad sensorial para conversar con el cuerpo del otro danzante a través de la percepción, de la conciencia corporal colectiva que se genera, sin caer en disociaciones o postulados platónicos que impriman dualidad, sin hablar de la inteligencia del cuerpo como un asunto que excluye la racionalidad o viceversa?

En primer lugar, hay que entender que, para los pueblos mesoamericanos, y también para los aridoamericanos, pensar, sentir, saber y conocer son un único núcleo de experiencia. Desde ese lugar, cuando hablo de cuerpo o corporalidad me refiero a todo su ser como un conjunto indisociable y no sólo a lo carnal. Luego, para intentar explicar qué es lo que sucede a nivel corporal de modo que se dé este hiperacoplamiento, la vía que encuentro es la biología cultural de Humberto Maturana (2009).

En la danza, el “hiperacoplamiento” es esa capacidad que poseen los cuerpos para moverse en conjunto armónicamente, como si observáramos un cardumen que cadenciosamente se desplaza, en este caso, siguiendo las
indicaciones que les pauta la música bajo la dirección del capitán. Todo ello bajo una estructura silenciosa que ha tardado décadas en condensar el esti-
lo dancístico y la enorme capacidad de leer a través de los sentidos el cuerpo del que está a los lados para desplazarse como una sola unidad.

En su tesis de maestría, Ivan Lina Ramos (2016:12), quien es especialista en la teoría de este biólogo y filósofo, comenta: “En la naturaleza podemos encontrar conductas entre dos organismos que parecen coordinarse […] estos comportamientos coordinados o coordinaciones conductuales a veces se manifiestan repetidamente generando cambios biológicos, inclusive a nivel neuronal, lo cual influye en su evolución como grupo”.

En palabras del mismo Maturana (2009:8):

Cada vez que los miembros de un conjunto de seres vivos constituyen con su conducta una red de interacciones que opera para ellos como un medio en el que se realizan como seres vivos, y en el que, por lo tanto, conservan su organización y adaptación, y existen en una coderiva contingente a su participación en dicha red de interacciones, tenemos un sistema social.

Podemos entender entonces la danza de El Visitador como un sistema social que genera distintos tipos de fenómenos propios al marco de conducta especificado por los seres vivos que lo integran. Cada individuo podrá estar inscrito en distintos ámbitos sociales, siempre y cuando operen dentro de la red de interacciones correspondientes a dicho sistema; así, basta con realizar las conductas propias de cada uno de los sistemas sociales.

La danza es un sistema, la comunidad El Visitador es otro y el sistema religioso al que pertenecen es uno más, por citar algunos. Para poder pertenecer a la danza se tiene que pertenecer a los tres: tener un arraigo espacial y temporal con la comunidad, ser católico y ferviente adorador de la Virgen de Guadalupe, y además tener una serie de comportamientos heredados por y para la danza a partir de una continua convivencia. Estas conductas se traducen en el estilo dancístico que los matlachines desarrollan no sólo al momento de integrarse a las filas como danzantes sino incluso previo a ese momento. Es decir, desde pequeños y sin formar aún parte de la danza, los futuros matlachines observan a sus padres danzar, y con el hecho de estar presentes cada año en la fiesta, en sus cuerpos se van anclando la rítmica, la cadencia y el estilo.

Siguiendo nuevamente a Maturana (2009), cada ser vivo nace inmerso en un medio que es resultado de la historia evolutiva conjunta de su especie y
ambiente. Conforme el tiempo transcurre, el medio gatilla cambios en la corporalidad de este ser vivo, produciendo ciertos comportamientos que a su vez inducen modificaciones en la estructura del medio mismo. Por consiguiente, medio y organismos coevolucionan en conjunto, generándose mutuamente cambios estructurales, en una relación de armoniosa y dinámica retroalimentación. A esto Maturana le denomina “acoplamiento estructural”, término empleado en su libro La realidad: ¿objetiva o construida?.

Es así que este punto de vista biológico cultural nos da pauta para entender lo que sucede a nivel corporal con la danza deEl Visitador. Eso que percibimos como mágico y que muchas otras danzas no tienen he decidido nombrarlo como “hiperacoplamiento estético comunitario”; es híper– porqueel nivel de coordinación dancístico va más allá del simple acoplamiento; es estético porque la conversación se realiza por medio de la percepción que se tiene de los otros cuerpos dentro de la danza, de sus reacciones ante estímulos musicales y de las conductas de su capitán; y es comunitario porque se suscita en una danza tradicional.

Existen conductas en la danza que se han mantenido presentes a lo largo del tiempo y que finalmente se han estandarizado, dando origen a patrones muy particulares heredados de generación en generación —el estilo dancístico, las pisadas de cada son, los trazos en el espacio, las formas del danzar, la respuesta ante un toque de la tambora que significa que hay que regresar a las filas después de un descanso—. Éstas se han construido desde hace ya cien años aproximadamente —tiempo que tiene la danza en el rancho— y se aprenden en el hacer, en el convivir, entrando a las filas de en medio para seguir a los más instruidos en el tema.

Después de tanta recurrencia en el hacer, se adoptan y se interiorizan en su corporalidad. Los niños ven a sus padres vestirse para la danza, los acompañan, se espantan con los morenos, se emocionan cuando sus papás les prestan el guaje o la flecha, y llega un momento en el que, como si fuera algo inevitable, quieren entrar a las filas o vestirse como viejos. Prueba de esta transmisión es que, en estos últimos años (2008-2022), dentro de la danza se encuentran cuatro generaciones, desde don Tino, que forma parte de la primera generación de danzantes en El Visitador, hasta Iván, su bisnieto, que ya está vestido de matlachín, y junto con él niños más pequeños de entre 4 y 6 años.

Para ahondar en cómo se da la adquisición del estilo dancístico, funciona tomar en cuenta lo que Lina Ramos (2016:12) menciona sobre el sistema de coordinaciones conductuales:

El surgimiento de estas conductas fue producto de todos los involucrados, por lo cual se les nombra consensuales, es decir, generadas y estandarizadas por todos los miembros de la comunidad. Al conjunto de acciones recurrentes que se realizan en una sociedad se le nombra sistema de coordinaciones conductuales consensuales.

Cuando los danzantes pasan por un periodo de tiempo necesario para adoptar el estilo de la danza y se incorporan al juego de estas “coordinaciones conductuales consensuales”, que son los haceres propios de la danza de El Visitador, es decir, cómo se mueven, su actitud y postura corporal, el aprendizaje de las pisadas y de las trayectorias espaciales, el tiempo justo de entrar al compás con la pisada, la lectura bien aprendida de seguir a su capitán, entran al sistema social y se constituyen como matlachines. Pero, además, ya están acoplándose estructuralmente y en conjunto al medio local que les rodea, al contexto sociohistórico y cultural de la danza y de la comunidad.

A estas condiciones se suma el factor armonioso y equilibrado de mantener una perfecta sincronía entre capitán, danzantes, violín y tambora, la cual podría interpretarse casi como magia, pues las acciones de los danzantes ya están tan profundamente ancladas a su corporalidad que llegan al grado de saber leer y anticipar las decisiones de don Jorge. Este último es un nivel en que los danzantes pueden conversar corporalmente por la vía estética —sensible y creativa—; una dimensión en la que no hay una figura clara de dirección, en el sentido de que es indescifrable saber si la tambora sigue a la danza o la danza a la tambora, si la tambora sigue al violín o si los danzantes dibujan caminos siguiendo a este último.

Cabe recalcar que a este tipo de magia que sólo se percibe presenciando tal conjugación es a la que nombro hiperacoplamiento estético comunitario, pues no sólo es acoplamiento estructural lo que se observa. Dicho nivel queda rebasado y trasciende por el camino estético, donde el cuerpo anticipa, resuelve, conversa. Puntualicemos que caracterizar estos niveles (acoplamiento o hiperacoplamiento) a partir de una medición objetiva es un motivo que ampliaré en futuras investigaciones.


El violín en la danza de El Visitador: don Gabriel como el corazón del hiperacoplamiento

Para que la danza pudiera llegar a este momento de hiperacoplamiento estético comunitario tuvo que transitar por un camino de cambios paulatinos, afines y
naturales a todo sistema social; es decir, la danza que he presenciado no es la misma que en sus orígenes. La primera generación de danzantes ya no sobrevive, los músicos no son los mismos, ni es el mismo capitán, ni siquiera las pisadas y sones son tal cual comenzaron. Sin embargo, en el instante en el que se conjugan don Tino, don Jorge y don Gabriel en la danza, compartiendo temporalidad, se suscita esta “magia”.

Las modificaciones dentro de los acoplamientos en un sistema social, argumenta Maturana (2009:10), pueden darse debido a:

a) la pérdida de miembros por muerte o migración; b) a la incorporación de nuevos miembros con propiedades adicionales a aquellas necesarias para su incorporación, diferentes a las de los otros miembros; y c) a cambios en las propiedades de sus miembros, que surgen de cambios estructurales no gatillados (seleccionados) por sus interacciones dentro del sistema social que integran, por interacciones fuera de él o como resultado de su propia dinámica interna. El devenir histórico es siempre el resultado de estos dos procesos: conservación y variación.

Los cambios en la danza han sido recurrentes a lo largo de su historia, han provocado que sea dinámica, como ya lo anotaba, y son estos devenires los que han propiciado que en su proceso histórico se fueran inscribiendo particularidades que la caracterizan como lo que actualmente es. Considero que el grado de hiperacoplamiento al que ha llegado se genera a partir de la inclusión del violín de don Gabriel, que une el conjunto de saberes que se venían acumulando. Y es que tuvieron que pasar por la historia de la danza cinco maestros violinistas antes de que don Gabriel llegara a tocar con ellos.

Previo a su integración, don Agustín ya tenía una larga historia en la danza. Comenzó a sus trece años. Al morir los capitanes de esa primera generación de danzantes, don Tino, por su habilidad dancística (dominio de sones, pisadas, de entrar a tiempo con la música) subió de jerarquía y se convirtió en capitán. Luego, al morir el tamborero, dejó el puesto de capitán y se convirtió en tamborero y jefe de la danza, respaldado por sus casi ochenta años de experiencia dedicados a ésta. Don Agustín tocó con cuatro violinistas antes. Él mismo me platica: “Tocaban más desabrido el violín, pero yo el compás no lo perdía”; y en la misma plática más adelante comenta: “No hay un músico que toque o que tenga los sones como don Gabriel”.

Este último llegó a la danza por invitación, pero antes ya lo habían invitado a tocar en otras danzas. Finalmente, la decisión de en cuál quedarse la tomó porque los danzantes de El Visitador, dice: “[…] luego luego agarraron el ritmo que yo llevaba, dije, ésta sí es mi danza, luego miré que agarraron el ritmo del violín, luego luego, bueno, el tamborero se quiso medio destantear, quiso agarrar de otro modo, quiso seguir lo que bailaban los danzantes, pero le dije ‘usted acóplese al violín’”, y luego de eso se acoplaron.

Narra don Tino describiendo un recuerdo: “Dice don Gabriel ‘yo pa’ qué quiero tamboreros, porque ellos van por un lado y yo voy por otro, no, no vamos a arreglar nada’, pero, dijo, ‘con usted desde que entré agarró su tiempo y lo marcó como deben hacerle los danzantes y hasta la fecha’, dijo, ‘no hay quien toque la tambora como usted, entonces yo oyí’, dijo, ‘yo como músico del violín, poquito bien o poquito mal, yo oyí cuando ya entró, me trajeron con ustedes que lo oyí, dije éste sí va marcando los pasos, no se me adelanta, ni se me hace pa’ un lado’ y de ese modo hemos trabajado”, termina diciendo Don Tino.

Por otro lado, cuando don Jorge entró de capitán comenzó a crear pisadas. Aunque cada uno de los sones cuenta con sus tres respectivas pisadas, mismas que se han trasmitido tras generaciones de danzantes, don Jorge, alentado por don Tino, que le ha dicho que a cada pisada que él pise, le invente otra a cada son para que sea “redoblada”, ha usado la inventiva con la que cuenta y el buen oído para crear más. Cuando don Tino alienta a don Jorge a inventar pisadas, busca que tengan dos opciones, y no sólo las específicas para cada son. Algunos sones tienen cuatro pisadas, y aunque la estructura del son sea de tres, hay una libertad de variarlas y sustituir unas por otras, lo que ha provocado que los danzantes en las filas desarrollen la cualidad de actuar en consecuencia de lo que su capitán haga y de estar en un estado expectante, de atención, para acoplarse en microsegundos a las decisiones coreográficas de don Jorge, pues él no avisa cuando va a meter otra pisada.

Observo, entonces, que ésta es otra particularidad de la danza: don Jorge sabe llevar su danza junto con la música en una cadena de conductas coordinadas consensuales en la que la tambora entra después del violín y la danza lo sigue para iniciar en conjunto, inmediato con él, que se acopla a la música del violín. “Jorge también entra a tiempo del paso porque no puede meterse nomás porque sí, necesita esperar la entrada del son”, platica don Tino y añade: “Nosotros empezamos primero, pero ellos tienen que esperar, cómo van a entrar pa’ que no nos desbarate a nosotros, no tiene que meterse adelante porque yo estoy con el son parejito y él entra de otro modo y tengo que pararle pa’ agarrar su paso”. Entonces yo le pregunté si alguna vez había pasado que entraran chuecos, y don Tino respondió: “No, siempre hemos entrado parejitos”. En una respuesta muy similar, me comenta don Gabriel: “Éstos ya están acostumbrados, Jorge nomás espera a que salga uno y entra luego luego con la segunda pisada, o la primera, parejito con violín y tambora”.

Para don Gabriel, que lleva un largo camino recorrido en la danza y ha presenciado varias desde sus inicios como músico, un verdadero danzante es aquel que sabe bailar con violín y no sólo siguiendo a la tambora. “Guarde su tambora y ahí le voy con puro violín, ahí es donde se sabe el que es danzante de veras”, le contestó al capitán de una de las danzas que le cuestionó la decisión de quedarse con los de El Visitador y no con ellos.

Lo mismo anota don Agustín en relación a seguir la música. A menudo se va a otras comunidades y fiestas a ver danzas y con la misma danza de El Visitador, que se presenta en varios lugares donde se dan cita diversos matlachines: “Pus bueno, sí entran, pero entran antes del tiempo o después del tiempo”. En cambio, cuando él se arranca con la tambora, me dice que se acercan las personas y los rodean porque “luego luego se nota el ritmo de la tambora que es al puro compás del son”. Es imperativo que el violín y la tambora vayan en sintonía, resalta don Gabriel, cuando me cuenta que una vez viendo a otra danza el tamborero se levantó a tocar entre las filas de los danzantes, dejando al del violín a un lado, y agrega: “A mí me hacen eso y yo guardo mi violín y me voy”.

Ese hiperacoplamiento en el que son capaces de leerse entre sí por la ruta estética, a través de una conversación corporal y sonora, en la que el capitán enuncia y los danzantes responden, en la cual los danzantes están totalmente sincronizados con las decisiones coreográficas de don Jorge, sólo se da en los momentos en los que se encuentra el violín avivando los sones. Es la respuesta corpórea, incluso involuntaria o hasta inconsciente, que habita en
la inteligencia del cuerpo la que los hace alertarse con la armonía del violín para proceder a la acción.

Como dije en párrafos previos, los danzantes no saben los nombres de cada son ni son conocedores de cada pisada en los mismos términos que en la danza escénica, sistematizada y ensayada. Tampoco hay una racionalización para aprenderse las estructuras dancísticas, así que aquí opera la memoria anclada a los cuerpos en comunidad, en donde éstos actúan como repositorios de saberes, como seres vivos que en la convivencia continua y repetitiva de años, incluso décadas, dentro y fuera de la danza, reaccionan de forma tan orgánica que llegan a esa conjunción armoniosa que he nombrado hiperacoplamiento y que sucede gracias al violín, al reconocimiento de la “tonadita” que aviva al danzante y le marca los haceres respectivos, las pisadas.

En ocasiones en las que no se cuenta con el violín sigue existiendo cierto nivel de acoplamiento. La tambora, al no contar con la armonía, ejecuta juegos rítmicos improvisados. Puedo incluso decir que entre don Tino y don Jorge sí alcanzan el grado de hiperacoplamiento, aunque no así con el resto de la danza. Estos dos primeros se van leyendo, van en extremo coordinados en cada remate, en la velocidad que le imprimen al son, y es por esta capacidad del capitán de llevar su danza y por la manera que tienen los danzantes tan ensayada de leerlo que en el camino se notan destellos de hiperacoplamiento en el todo, a pesar de que al inicio se alcanza a percibir un ápice de titubeo y de miradas de reojo hacia don Jorge. Carentes de la melodía del violín, el oído no los alerta para tener el conocimiento de la pisada, así que es la mirada hacia su capitán la que les da la pauta para entrar a ella y entonces seguirse.

Poniéndolo de forma más clara, cuando no está el violín, la danza entra y sale del hiperacoplamiento. Queda de manifiesto que es ese fragmento en el que don Gabriel toca una muestra del son el detonante para que la danza despierte y para que el cuerpo sepa encontrar el camino, respondiendo a una de las coordinaciones conductuales consensuales que ya se anclaron al cuerpo.


La pérdida

Mi acompañamiento con la danza ha sido cercano, íntimo, familiar. Los años de observarla desde el disfrute de la contemplación fueron los mismos que me permitieron percatarme de las minuciosidades con las que transitan los cuerpos al interior de ésta y han sido esos mismos años los que han propiciado el aire de cariño que le tengo a esta gente, ahora mi gente.

Lamentablemente, en una de mis entrevistas, don Tino terminó diciendo: “Estamos tristes porque [don Gabriel] ya casi no, ya no puede, y enseguida yo también, ya tampoco, ya nos cansamos”, y ésta se volvió una tristeza compartida y muy sentida. En noviembre del año pasado, a unos días de celebrarles un homenaje por parte del gobierno del estado de Zacatecas a los maestros del violín y la tambora de la danza de El Visitador, así como a los danzantes más longevos de la misma, murió don Gabriel.

Horas antes de que se supiera la noticia, un par de vecinos escucharon el violín tocando los sones de la danza en la capilla del rancho. Momentos después, sorprendidos se percataron de que la iglesia estaba cerrada y sola. Dicen que el violín se escuchaba “bien bonito” y que seguramente el viejito había ido despedirse de su rancho, El Visitador, que le abrió las puertas como si fuera uno más de la comunidad porque, como bien atina don Jorge: “Quien no es Reséndez se vuelve uno de ellos entrando a la danza”.

De hecho, la preocupación por esta pérdida comenzó a hacerse visible tiempo atrás en los danzantes y en mí misma, angustiada por la fisura que provocaría la ausencia del violín y que vendría a desestructurar las décadas transitadas para lograr el hiperacoplamiento estético comunitario. Poco después al asistir al homenaje, llegando triste y deseando que don Gabriel me recibiera en el rancho con el cariño que me tenía, y que como antaño le dijera a don Jorge: “Vamos a echar el diamante para Almita”, me encontré con un aire acongojado, aun siendo un festejo. Me recibieron la foto de don Gabriel, su violín en una vitrina y sus hijos y familia más cercana con la impresión de su imagen en una camiseta. Lloraron al mirar un video proyectado por los encargados del evento, donde se muestra la que fue su última entrevista y se le mira tocando cansado por última vez su instrumento. Las imágenes corrieron mostrando su sepelio y el cortejo de la danza acompañándolo al panteón.

Me encuentro con estas sensaciones rodeándome cuando está a punto de iniciar la danza en la programación del evento. Se escucha el violín, no es Don Gabriel, no es su forma peculiar de hacer sonar las cuerdas, pero ahí está escuchándose uno de los juegos de la danza. Es Manuel, nieto de don Tino, quien hace tiempo comenzó a aprender. En principio no son los danzantes de más trayectoria los que ejecutan los trazos; de entre las gradas salen dos filas de pequeños danzantes capitaneados por José y por Iván, y detrás de ellos como unos diez niños más. Estoy tan preocupada por la pérdida, por la ruptura, por la fisura que podría darse y, sin embargo, es la misma danza en su versión infantil la que me recuerda lo que ya he sostenido en ocasiones pasadas: la tradición se desplaza, se mueve de lugar, no es estática, no es una pieza de museo que se conserve en una vitrina.

La muerte de don Gabriel evidencia lo viva que está la tradición, que se reinventa y se encuentra en un fluir paulatino de cambios. Parafraseando a Maturana (2009), son los cambios gatillados por el medio circundante los que finalmente la hacen mantenerse en movimiento. Al final, la pérdida de integrantes dentro de la tradición refuerza su permanencia. ¿Recuperarán el hiperacoplamiento que habían logrado alcanzar como danza?

Ciertamente no lo sabemos, es algo que sólo podrá ser medible a través del paso del tiempo y, sin embargo, puedo aseverar que el acoplamiento prevalecerá gracias a la presencia de elementos tan fuertes en el sistema como lo son don Tino, don Jorge y todos aquellos danzantes que mediante sus conductas coordinadas consensuales sostienen la danza. Sumado a esto, la nueva generación de chiquillos danzantes enfatiza el hecho de que la tradición no necesita ser rescatada. Son ellos los dueños, los encargados de salvaguardar, crear y mantenerla en movimiento. Y si sigue en movimiento quiere decir que está y continuará viva.


Referencias

Braniff, Beatriz (2001). La “Gran Chichimeca”, Arqueología Mexicana, IX(51), 40-45, recuperado de https://arqueologiamexicana.mx/mexico-antiguo/la-gran-chichimeca

Cruz Viveros, Sabino (2021). Matachines o matlachines: una revisión del   Constructo, Imágenes. Revista electrónica del Instituto de Investigaciones Estéticas, 25 de junio, Universidad Nacional Autónoma de México, México, recuperado  de http://www.revistaimagenes.esteticas.unam.mx/matachines-o-matlachines

Lina Ramos, Ivan (2016). Entre el amor, el odio y la razón. Lectura crítica de un relato de la migración mexica desde la noción de realidad constituida, México, Universidad Nacional Autónoma de México. [Tesis de maestría en Estudios Mesoamericanos]. https://ru.dgb.unam.mx/handle/DGB_UNAM/TES01000741041

Maturana, Humberto (2009). La realidad: ¿objetiva o construida?, Barcelona/México/Guadalajara, Anthropos/Universidad Iberoamericana/Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (iteso), 2 vols.