Entre vestuarios y zapateados

Una reflexión desde la práctica de la danza folclórica mexicana

Juan Alberto Montes Zárate

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Introducción

La danza folclórica mexicana (dfm) ha jugado un papel muy importante en el relato sobre México. Ha posibilitado construir referencias corporales, sonoras y visuales relacionadas con las maneras en que se define lo mexicano, tanto dentro como fuera del territorio nacional, sin soslayar que una de las formas históricamente recurrentes para definirla, en el imaginario popular, es la noción de
“danza del pueblo”.

Entre sonrisas, listones, sombreros, trenzas, colores, música y un chorro de fiesta; como parte de recepciones diplomáticas, mítines de candidatos presidenciales, inauguraciones de eventos internacionales, lugares turísticos, celebraciones de la madre, el padre y el maestro, las fiestas patrias; en patios de escuelas, casas de cultura, hoteles de lujo, el atrio de cualquier iglesia o el Palacio de Bellas Artes, es que dicha práctica se ha configurado en el ámbito político, artístico y académico.

Dichas condiciones nos han enfrentado a múltiples desafíos epistémicos y metodológicos para acercarnos a nuestro propio quehacer como bailarines e intérpretes. A esto se le suma que la dfm, en cada una de sus diversas y múltiples apariciones, construye, dispone y renueva el vínculo y el sentido de pertenencia a la lógica del Estado-nación, con todas las implicaciones y tensiones que ello supone sobre la corporalidad de quienes participan en su despliegue. Si bien el vínculo cuerpo-nación no es exclusivo de la danza folclórica, y de hecho antecede a su configuración disciplinar, éste es y ha sido fundamental para constituirla, ya que pone en juego, con y desde la corporalidad, las maneras en que se aprenden enseñan, visibilizan e inventan “las danzas de México” del pasado, del presente y hasta del futuro.


Primeros bordes

Es necesario hacer una distinción. Si bien fuera de los marcos académico-
artísticos, la danza tradicional y la danza folclórica aparecen generalmente como sinónimos, no son lo mismo. Aunque históricamente tienen préstamos, vínculos, diálogos y recurrencias, cada una tiene elementos que la particularizan. Esto puede parecer obvio para quienes participamos de este campo, no obstante, su distinción me posibilita focalizar las estrategias que la dfm ha construido desde la escena y para la escena.

Aunado a lo anterior, me parece pertinente añadir que en el campo de las artes escénicas, la dfm aparece como periférica, pues se le cuestiona desde juicios de valor y se piensa sólo como una práctica que se apropia o descontextualiza la danza de otros, lo que históricamente es innegable, pero reduce la discusión a una dicotomía compuesta por la espectacularidad frente a la supuesta “autenticidad” de lo tradicional o viceversa. Por eso, generalmente se pierden de vista los dispositivos, las estrategias y las herramientas de que ha dispuesto para ser la práctica dancística con mayor alcance en el imaginario popular. Entre los policías de la tradición y la industria del espectáculo, este quehacer artístico se ha visto reducido a un compromiso con nociones positivistas de la “verdad”, nacional e identitaria, y nociones despolitizadas y ahistóricas de “civilización”.

En ese sentido también se desdobla el problema de la representación de la otredad, el cual es posible rastrear desde el siglo xix. Siguiendo a Helena Chávez Mac Gregor et al. (2014:8), “el proyecto nacional se sostuvo desde la producción de un sujeto de la modernización bajo un pensamiento científico y una versión adaptada de la eugenesia. Esta idea de progreso privilegió la homogenización de las poblaciones indígenas […] y la casi completa desaparición de otras minorías”.

En respuesta a este panorama, considero necesario complejizar la dfm y, particularmente, problematizar su puesta en escena. Dicho tópico ha estado presente, ya sea de forma implícita o explícita en su configuración como práctica, lo cual me permite desplegar algunas preguntas: ¿Cómo se configura el proceso de construcción de escena en la dfm? ¿Cuáles son sus estrategias de composición? ¿Qué corporeidades demanda?

Me interesan los cómo se hace frente a los qué se escenifica, para no
situarme en dicotomías que siguen desdeñando la labor de la dfm dentro del campo de las artes escénicas; pensar la dfm como una práctica de la escena que ha configurado rutas artísticas que se desdoblan y problematizan en sí mismas; la manera en que se articula el trabajo escénico, lo que supone corporalmente, la noción de escenificación vinculada exclusivamente al tránsito de las danzas tradicionales y populares a un escenario para representar “lo mexicano”.

Por eso, antes de continuar, creo pertinente narrar cómo ha sido mi experiencia al sumergirme en esta práctica, pues desde ahí es que escribo estas líneas:

Conocí la dfm pintada de verde, blanco y rojo, entre golpes de planta, punta y tacón, con traje de charro y de china poblana; con penachos de colores, entre faldas que parecen platos, con zapatos Miguelito, rebozos y trenzas.

Con el cuerpo que transpira, que inhala, que exhala… que se transforma en azteca, indígena, tapatío, jarocho, tixtleco, costeño, huasteco, serrano, norteño, tarasco, calentano, mixteco, istmeño, boxito.

Con el tránsito entre caracteres que van desde guerrero, rezandero, burlón, borracho, llorona, abnegada, machito, agachón, pobretón, hacendado, alebrije, alburero, altanero, vaquero, revolucionario, curandero y hasta narco.

La conocí con el latente uso de la máscara y con la intrínseca sonrisa interminable. Además, con el pilón de cambiarse de ropa durante 30 segundos en innumerables ocasiones.


Esbozo de las rutas

A continuación, haré un rápido recorrido por la historia de la dfm con el propósito de dar algunas pautas para comprender cómo se ha construido desde un entendimiento corporal enmarcado en la distinción epistemológica tradición/modernidad.

El Estado mexicano, tras la lucha armada de la Revolución, pero aún con fuertes influencias del siglo xix, para erigirse como tal, necesitaba la repre-
sentatividad del pueblo que estaba en (re)construcción. Una de las estrategias para lograrlo fue darle nombre a la identidad mayoritaria de la población mexicana y para ello se retomó una de las categorías heredadas de la sociedad de castas colonial: el mestizo.

Como menciona Guillermo Zermeño (2014:92):

La emergencia del mestizaje como esencia de la mexicanidad se construyó en México durante la segunda mitad del siglo xix e implicó hacerlo a costa de la desvalorización y reclusión de las poblaciones indígenas. Al tiempo que se magnificó la imagen del mestizo como metáfora de la nación, se produjo la fabricación de una imagen del indio “realmente existente” como una etnia o raza en proceso
de desvalorización. La línea divisoria trazada entre el uso del vocablo mestizo en la sociedad colonial y su conceptualización moderna es esencialmente de índole filosófica, es decir, su transformación semántica ocurre en el pensamiento filosófico y teológico, por un lado, y en la aparición de una nueva forma de entender el razonamiento económico-político y en la apreciación del mundo social y natural. La transformación del mestizo en la noción de mestizaje desarrollada por Vasconcelos se inscribe en la narración del progreso civilizatorio.

Así fue como el ideario vasconcelista, entrado el siglo xx, configuró un nacionalismo revolucionario con importante trascendencia en las décadas posteriores. Durante este periodo la gente común empezó a figurar en las representaciones artísticas, que dejaron de ser exclusivas de una élite. Orientado a replantear la diversidad, historia e identidad de la sociedad mexicana, el nacionalismo puso al centro de su propuesta la idea de “pueblo mexicano”, una construcción intelectual que se refería a los sectores mayoritarios y marginados más ligados a los espacios rurales que los urbanos.

Un punto clave de interés estuvo en el arte popular y la noción de la sensibilidad nacional como inherentemente artística —es decir, sensible al buen gusto y la elegancia de las bellas artes europeas—. Como menciona Rodríguez Mortellaro (2004:47): 

El nacionalismo posrevolucionario de la primera mitad de los años veinte se abocó precisamente […] a configurar la representación cultural de la Nación —cómo viven los mexicanos, en qué creen, cómo permanece el pasado en la cultura del presente, cuál es la sustancia de la tradición—, para conducirla por la senda del progreso o para ponerlo en palabras de Gamio: “deducir los medios para mejorarla eficazmente”.

Este marco posibilitó que en 1919 el jarabe ejecutado por Anna Pavlova dentro de la obra Fantasía mexicana se leyera como la expresión que lograba la unidad entre la esencia mexicana y el prestigio estético del ballet internacional. El vestido de china poblana y las zapatillas que usó Pavlova, junto con el atuendo de charro que lució el bailarín de origen ruso Alexandre Volinine, ambos diseñados por el artista plástico Adolfo Best Maugard, se convirtieron en la imagen mexicana por excelencia, la cual debía ser vista y popularizada para consolidar el camino artístico hacia la modernidad.

Lupe Pérez (izquierda), junto a Volinine, Pavlova y Best Maugard.
Colección Archivo Casasola, Fototeca Nacional, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, ca.1920, núm. 650421.

En esta misma lógica se inserta el trabajo de la polifacética tiple Lupe Rivas Cacho, quien durante las primeras cuatro décadas del siglo xx, con sus avatares y matices, configuró toda una estética discursiva vinculada a la sátira política, donde la música y danza, ligadas con las manifestaciones populares, le permitieron construir una manera de hacer escena en la que también aparecía el ideal de la Nación. Ella fue la maestra de jarabe de la compañía de bailarines rusos.

Además, con la proliferación de proyecciones escénicas vinculadas a la cultura popular y que obedecían a intereses oficiales, como los ballets de masas, comenzó la necesidad de impulsar un proyecto institucional para el desarrollo de una danza nacionalista. Destaca, por ejemplo, la presentación en 1931 del Ballet Simbólico Revolucionario de Masas 30-30, creación de las hermanas Nellie y Gloria Campobello, junto con Ángel Salas, música de Francisco Domínguez, y la dirección artística de Carlos González.

Esta obra presentaría las aspiraciones de la entonces incipiente danza nacional en tres cuadros: “Revolución”, “Siembra” y “Liberación”. En el primero, Nellie Campobello se convertía en la virgen roja descalza incendiaria que invitaba al pueblo a levantarse en armas; en el segundo, las sembradoras y los campesinos cultivaban la tierra liberada; y en el tercero, encabezados por la virgen roja, campesinos, obreros y soldados formaban una polea, una hoz y un martillo, y cantaban “La internacional” (Tortajada, 2004).

Finalmente, la danza folclórica terminó por oficializarse con la creación de la Escuela Nacional de Danza en 1932, que desde un inicio se dedicó a la capacitación de profesores encomendados con la tarea de difundir los repertorios “nacionales” en la educación básica. Más adelante, la creación de la Academia de la Danza Mexicana en 1947 impulsaría el reconocimiento y la consolidación del bailarín de folclor y, poco a poco, el tratamiento escénico de la danza folclórica se fue legitimando mediante el impulso del campo académico (Nepomuceno, 2020).

Para finales de la década de 1940 y principios de la de 1950, Gabriel Moedano (1953:45) menciona que: 

el movimiento folklórico quedó en manos de literatos, músicos y artistas en general, son ellos quienes se encargan de organizar las primeras sociedades folklóricas, de publicar artículos con temas alusivos, de dictar conferencias de divulgación, de llevar a cabo reuniones y congresos nacionales, obviamente de hacer las primeras proyecciones estéticas.

Las proyecciones estéticas de que habla Moedano se encaminaron hacia la búsqueda y formación de “sujetos renovados”, productores de expresiones que lograrían amalgamar la cultura popular con el arte “culto”, y de este modo consolidar a la Nación en escena. Lo anterior revela además una necesidad de diferenciar —en términos políticos, sociales, culturales y artísticos— al México primitivo (ligado al pasado) del México de vanguardia (ligado directamente a las pretensiones de futuro del Estado nacional moderno).

Como menciona Nepomuceno (2020), “mientras tanto, los maestros, principalmente de educación física, se encargaron de recopilar, registrar y difundir las danzas tradicionales del territorio mexicano a través del trabajo realizado por las Misiones Culturales”, con Marcelo Torreblanca a la cabeza, quien durante los años setenta continuaría con su labor desde el Fondo Nacional para el Desarrollo de la Danza Popular Mexicana (Fonadan), institución que tendrá como objetivo investigar, registrar, estudiar, documentar y difundir las diversas manifestaciones músico-dancísticas que existen en todo el territorio mexicano. Es así que, para 1978, surge la Escuela Nacional de Danza Folklórica (endf), históricamente más cercana al trabajo de las misiones culturales y del Fonadan.

Desde la perspectiva vanguardista, enriquecida con los diálogos entre disciplinas que promovieron los artistas, se continuaron impulsando propuestas de danza a partir de técnicas occidentales y éstas se fueron deslindando de los elementos cada vez más consolidados dentro de la danza folclórica institucionalizada. Por ejemplo, el zapateado fue delegado como un vehículo expresivo propio de la dfm y desterrado de las nuevas experimentaciones. En esta etapa de la historia, lanzaré dos preguntas aún pendientes de resolver: ¿Cómo es que el trabajo con el zapateado se delega a la naciente dfm? ¿Qué tensiones surgen entre el desplazamiento por todo el escenario, proveniente de las nuevas líneas de la danza moderna, y el centro donde se zapatea de los bailes tradicionales?

También en este marco ocurre la consolidación del Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández como piedra angular para la folclorización de las expresiones tradicionales y populares, “siendo éste el formato que rige actualmente a la mayoría de las compañías de danza folklórica en México, sobre todo en lo correspondiente al discurso escénico y a las narrativas regionales sobre ‘lo mexicano’” (Nepomuceno, 2020).

Es desde esta lógica histórica que se condicionan las maneras en las que se produce la práctica discursiva y escénica de la dfm; desde la forma institucional en que lo tradicional ha sido conceptualizado, se perpetúan estereotipos regionales que se han convertido en personajes concepto como “tapatío”, “boxito”, “jarocho”, “huasteco”, “costeño”, por poner algunos ejemplos, y que conforman un “mosaico de lo mexicano” que se ha introducido en el imaginario nacional para ser exhibido, reproducido y popularizado por el cine, la radio, la prensa y las artes. El resultado: un deber ser del cuerpo encaminado a mantener estas imágenes “incorruptibles” y que tácitamente sugiere la negación del devenir, es decir, lo que se busca es mantener intacto el paso del tiempo y la historia en los cuerpos.

Sin embargo, en medio de estos dos paradigmas, el de la escenificación de “lo mexicano” y el de la danza moderna ajena a la dfm, han surgido en los últimos treinta años agrupaciones que buscan indagar en otras posibilidades. Entre ellas, podemos mencionar al grupo Propuesta (1984), liderado por Pablo Parga, que se separó de ambas visiones y propuso otras maneras no tradicionales de escenificar el folclor mexicano (Nepomuceno, 2020), y a Danzariega (2001), la agrupación dirigida por Paula Herrera que se pregunta sobre la contemporaneidad del folclor.


Bordes de tarima

Luego de este somero repaso histórico, quiero aterrizar la reflexión en dos estrategias escénicas que la dfm ha construido para sí: 1) los característicos y ágiles cambios de vestuario, que si bien podrían pasar desapercibidos, constituyen un espacio de performatividad particular y 2) el zapateado de tres. Considero que en estas dos unidades sintéticas, asequibles y reconocibles, se advierte una instrumentalización aparentemente eficiente sobre las formas de mover el “cuerpo de la nación”, es decir, se constituyen artificios para identificar y nombrar los bailes que se ejecutan.

Por consiguiente, pienso que, interviniéndolos, es posible tensionar los tipos fijos, las prácticas recurrentes y la puesta en escena tradicional de la dfm, y de manera simultánea tensionar lo que espera el espectador en este tipo de encuentros y por qué (la historia detrás o encarnada en los cuerpos).

Para poder desdoblar las consideraciones anteriores, tomaré como hilo conductor la pieza Nuevo Zoologique Mexicano, la cual he desarrollado en conjunto con los artistas Rosa Landabur (Chile) y Rolando Hernández (México) desde 2018 hasta la actualidad.


¿En qué consiste esta pieza?

Momento I

En el espacio se instala un aparador y, dentro, una tarima. Se disponen también varios elementos de vestuario reconocibles o identificables como folclóricos y algunos otros elementos genéricos, como paliacates, sombreros, zapatos, botas, huaraches, plumas, penachos, trenzas postizas, abanicos, sonajas, collares, etcétera. Además, el aparador es vigilado por un policía, con quien a lo largo del tiempo que dura la pieza empezaré a interactuar de distintas maneras. En este momento, no estoy en escena.

A la par, se reproduce en orden aleatorio (desde un dispositivo electrónico que está visible) la siguiente lista musical:

Ésta se compone de algunas de las piezas musicales que se usan con mayor recurrencia en la dfm, tanto en los procesos pedagógicos para caracterizar o ejemplificar una región específica como parte de las imprescindibles en una función. En otras palabras, son melodías que forman parte del repertorio que ha construido dicha práctica.

Momento II

Duración aproximada:tres horas, ejercicio pensado para espacios abiertos y no tradicionalmente teatrales.

A un costado del aparador, me desnudo e ingreso para sentarme y comenzar a formar parte de la instalación. A partir de ese momento, cualquier persona que se encuentre frente al aparador o esté pasando por ahí puede seleccionar una pista de la lista de reproducción. Al sonar la música, me dirijo a tomar el vestuario respectivo al género que está sonando y me visto. Acto seguido, bailo la pieza: en un principio, recupero su formalidad académica-artística, lo cual exige acercarme previamente al repertorio de danza folclórica y así establecer secuencias de movimiento claras y fácilmente reconocibles como unidades; luego, durante las tres horas que dura la acción, la práctica habitual se va desdoblando para hacer posible una transformación del dispositivo, pero también del cuerpo que está bailando (esto quedará más claro con la descripción del score I y II que detallo más adelante). De este modo, confronto el lugar de aparente neutralidad política que ha construido a la dfm y evidencio que quien baila tiene la posibilidad de tomar decisiones e irrumpir en el escenario con un cuerpo danzante que va más allá de encarnar al baile bonito que el público espera apreciar.

Por un lado, pretendo agotar el estereotipo de la dfm plasmado en una imagen y, por otro, agotar materialmente al cuerpo que baila. Mi objetivo: problematizar materialmente los alcances sobre la representación del “otro”. Es así como en el primer score pongo en juego directamente la idea de la representación, en su dimensión estereotípica, para que con el desarrollo de la acción se encamine la pregunta: “¿A quién estoy mirando bailar? ¿Al charro, al norteño, al jarocho o al prieto que está desnudo?”, y así (me) surge una pregunta más: “¿Es posible agotar el estereotipo?”.

Score I

Duración aproximada: una hora (tiempo promedio de duración de una función de dfm).

Aparezco, me desnudo y me siento dentro del aparador.

Con la pieza musical que suena enseguida, voy por las prendas y accesorios “correspondientes” a dicho género dancístico y aparece la sonrisa interminable.

Después de colocarme los elementos necesarios, bailo sobre la tarima conforme la forma estricta y académicamente construida del género en cuestión.

Cada vez que suena una nueva pieza musical me desnudo para tomar el vestuario correspondiente, ejecutar el cambio y comenzar a bailar otra vez.

Todos los cambios estarán cronometrados explícitamente para el público y tienen una duración de 45 segundos.

Durante cada cambio la sonrisa desaparece y vuelve a aparecer ya que estoy listo para bailar.

Dependerá de la interacción con el dispositivo (aparador-playlist) si es posible volver al banco. Queda como un espacio de azar y arbitrariedad.

Después de que se reconoce cómo funciona el dispositivo, comienzo a tensionar desde algunos lugares específicos para increpar a los asistentes.

Es así como entra el score II, tensionando el score I, desde mi elección para poner en escena la oposición, la contradicción, la recurrencia, el cliché.

Score II

A partir de este momento (y durante aproximadamente dos horas más), el score I y II suceden en simultáneo. Las consignas del score II son las que establecen un diálogo directo con quienes deciden activar el dispositivo. Yo soy el responsable de elegir si bailo como se espera la pieza musical o si lo hago a partir de las siguientes consignas:

Bailar todas las piezas con zapateado de tres.

Decidir no bailar algunas de las piezas que se escojan.

No bailar completas las piezas.

Interactuar con el policía que cuida el aparador.

Sólo cambiarme y no bailar.

Bailar sin la sonrisa.

Bailar sin vestirme con las prendas correspondientes.

Bailar completamente desnudo.


Sólo cambiarme de vestuario durante un tiempo determinado sin parar y sin importar la pieza musical.


Jugar con la utilería y los accesorios de maneras distintas a como se usan con recurrencia.

Dar la espalda a los asistentes.

Cantar algunas de las piezas musicales.

Bailar de la misma forma de dos a tres piezas consecutivas.

No bailar con el rol de género que la dfm supone para mi cuerpo.


Jugar con los gestos que los asistentes configuren en el ejercicio de mirar y ser mirados.


Bailar de formas que no se reconozcan como folclóricas pero reconocibles en la cultura popular.

Cantar los zapateados sin ejecutarlos.

Percutir sin zapatos.

Bailar con la mayor cantidad de vestuario posible.

Bailar con la boca tapada o cubierta.

Zapatear fuera de ritmo.

Llamar por teléfono mientras bailo.

Caminar exclusivamente sobre la tarima.

Gritar “¡Viva México!” ininterrumpidamente durante algún tiempo.

Bailar sin música.

Improvisar a partir de las bases y elementos de la dfm. 


Bailar de forma “no mexicana” (tratar de no realizar movimientos o poses que se puedan relacionar con México).

Este segundo score está abierto a la posibilidad de decidir qué acción tomar, además de que pueden seguir sumándose acciones con relación al lugar y el momento donde sucede la pieza. Su orden es aleatorio, pero no arbitrario, ya que se decidirá cuándo y cómo usarlo con relación a la postura que tome quien esté participando de la acción.

La acción termina cuando ha pasado el tiempo establecido (tres horas en total). Salgo del aparador, me vuelvo a vestir con la ropa con la que llegué y me retiro. La instalación permanece, pero ya ha sido transformada después de los múltiples cambios de vestuario. Queda la huella de lo que ahí sucedió, la huella de alguien que usó esas prendas.

Por un lado, esta acción busca tensionar la manera en que se constituyen los regímenes de mirada sobre los cuerpos que danzan. La puesta en juego de ambos scores pone de manifiesto cómo aparece, se descubre o se concibe al otro. Por el otro lado, las nociones de “danza tradicional” y “baile mestizo”, fundamentales para la concepción de la dfm, se develan como artificios que posibilitan la instrumentalización de los cuerpos implicados, tanto de aquellos que aparecen como fuente (quienes pertenecen a un pueblo originario) como de quienes interpretan, a manera de bisagra, las estampas nacionales que se escenifican.

En este sentido, me es posible comenzar a esbozar la noción de “cuerpo bisagra” para hablar de quienes participamos de la práctica de la dfm: un cuerpo que articula el encuentro entre lo tradicional, su trasformación y las posibilidades de llevarlo a escena.

Ya que nuestro cuerpo encarna en cada baile la tensión de hacer resonar la voz de otro(s), puede considerarse como un espacio de aparente justicia social y, al mismo tiempo, amalgama la voz propia y situada; se vuelve un espacio de posibilidad que permite agenciar interrogantes que confrontan en cada baile las historias coloniales de estas prácticas y del cuerpo mismo en ellas.


Referencias

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